EL DESFILE DE LA CONQUISTA DE EGIPTO

LA DIVINA JULIA – CAPITULO III

Franc J. Conde

        Octavio Augusto era el soberano elegido por los dioses que, a semejanza de Rómulo, fundaba una nueva Roma, encargado de proteger y de iniciar una era de concordia y de paz entre todos los ciudadanos romanos. La primera vez que fuimos conscientes de la divinidad de Octavio fue durante el desfile de la conquista de Egipto.[1] Había estado fuera de Roma más de cuatro años en la guerra contra Marco Antonio y Cleopatra, y regresaba triunfante como conquistador de Egipto; Julia tenía 12 años.

      El Triumphus celebrado aquel 23 de agosto fue uno de los más espectaculares que se recuerda en la historia de Roma, pues exhibía todo el oro traído de Egipto junto con maravillosas muestras del arte faraónico. Como es natural el desfile había salido del circo Flaminio en la parte más meridional del Campo de Marte, después había hecho su ingreso en la ciudad a través de la Porta Triumphalis; desde allí había continuado hacia el Velabro, el Foro Boario y el Circo Máximo en dirección hacia la Vía Sacra.

    Fue maravilloso contemplar todo el desfile en primera línea. Julia, acompañada por el pedagogo Clodio Manilio, se hallaba en la tribuna de honor.    El amor hacia un padre admirado es una constante pugna entre lo que se anhela e imagina y lo que el mundo real ofrece. Los deseos son tan fuertes que son capaces de hacer real lo imaginario. Como esa chispa divina del amor es tan breve, pretende eternizar el momento de plenitud amorosa, un empeño que resulta imposible ya que  la consumación del amor se basa en un acto momentáneo, tras el cual queda de nuevo el ser humano sumido en la más completa soledad, porque el cuerpo frente al espíritu solo puede poseer las cosas, y eso solo un momento.

      El espléndido botín abría el cortejo. Decenas de carrozas con figuras de oro y marfil, joyas, piedras preciosas. Todo el oro y la plata que atesoraba el milenario país del Nilo fueron enviados al erario de Roma que vio cómo se resolvían todos sus problemas económicos.

     Tras aquellos tesoros egipcios, en un carro se exhibía una imagen de Cleopatra rodeada de serpientes que, incluso muerta tendida en un lecho, mostraba su lascivia al pueblo romano. Detrás caminaban los pequeños príncipes de Egipto, hijos de Antonio y Cleopatra, los últimos representantes de la dinastía ptolemaica: Alejandro Helios, Cleopatra Selene y Ptolomeo Filadelfo ataviados con sus mejores galas. De alguna manera someter a niños tan pequeños al griterío ensordecedor del populacho fue una venganza de Augusto hacia la reina de Egipto, a la que no podía exhibir encadenada y humillada como hubiera deseado.

      A continuación, iba el carro del triunfador de Octavio acompañado de sus lictores, subido en una cuadriga tirada por cuatro caballos, y ataviado con una toga blanca bordada en oro, el Imperator lucía espectacular. Para ello declinó la antigua costumbre de pintarse la cara de rojo a fin de no restar atractivo a su hermoso rostro coronado con una corona de laurel del bosque cultivado por Livia en su villa. En una mano portaba una rama de laurel y en otra un cetro de oro. Junto a él un esclavo le recordaba al oído con la antigua fórmula “Respice post te, hominem te esse memento”[2]. Pareciera que el mismo dios Apolo paseó aquel día por las calles de su amada Roma. A su lado, su brillante coraza de grabados   aludiendo a diversos dioses romanos, entre ellos, Marte, el dios de la guerra, así como las personificaciones de los últimos territorios conquistados por él: Hispania, Galia, Germania y Egipto…  y sobre ellos, el carro del Sol, que ilumina sus pasos.  Octavio Augusto personificado como Imperator, jefe supremo del ejército romano.

        Jamás Octavio Augusto había estado antes tan imponente, con la mirada sombría, su característico flequillo y su rostro tranquilo y distante, como los antiguos héroes olímpicos, casi inmortal como heredero de la diosa Venus a través de Eneas.  Un líder fuerte pero justo, un magnífico y generoso administrador de las nuevas provincias adquiridas por conquista.  Entonces no se podía saber, pero Octavio había logrado desterrar toda señal del enfrentamiento fratricida que acababa de dejar a Roma esquilmada de hombres y recursos económicos, atenuar la idea de que el nuevo gobierno se había instalado por la fuerza, y consolidar una paz social sobre el apoyo popular.

        La nueva Edad de Oro había llegado, y con ella la felicitas derivada de la prosperidad y la abundancia. Con Augusto se renovaba el pacto entre los romanos y sus dioses y Roma vuelve a confiar en su futuro, resurgida de su ruina y extendido su dominio a los confines del mundo conocido, cumpliendo

la profecía de Júpiter, en los famosos versos que dicen: “His ego nec metas rerum nec tempora pono: imperium sine fine dedi”[3].

       Octavio recordaba en ese momento cuando estaba en Apolonia, en Iliria, 17 años antes, y se enteró del asesinato de su padre adoptivo Julio César,  tenía 19 años. Marchó entonces a Roma a reclamar su herencia y desoyendo los consejos de no mezclarse en política.

     Asinio Polion ha escrito en algún sitio que un cometa   llevó a Julio César al cielo, y eso fue interpretado por Octavio como señal venturosa de su propio destino. De esta manera, casi como un nuevo nacimiento, la posición de este cometa en capricornio permitía agregar este signo regente al tradicional de libra. Así capricornio se convirtió en el signo de su concepción y de su «renacimiento». Pero la importancia astrológica iba mucho más allá: capricornio se relaciona también con el que tradicionalmente se le atribuye a Rómulo y encuentra notables similitudes, algo que refuerza su vinculación política astrológica con el fundador de Roma. Todo aquello pasaba por la mente de Augusto en aquel momento del desfile.

     Flanqueaban su triunfal carro dos adolescentes montados a caballo en la que sería su primera aparición pública: el de la derecha era su adorado sobrino Marcelo, que con sólo 14 años cautivaba a un público que cayó rendido ante su permanente sonrisa y ante sus bellas facciones resultado de la fusión de tres de los linajes más influyentes de Roma: los Julio, los Claudio y los Octavio. El chico que cabalgaba a su izquierda, de 13 años, era Tiberio, el hijo mayor de su esposa Livia, fruto de su primer matrimonio. Su seriedad y retraimiento daban ya muestras de un carácter taciturno que debía de reportarle muchos problemas en su vida y que Julia sufriría en primera persona años después. La aparición de los jóvenes asombró al pueblo pues Octavio daba muestras, al igual que Julio César hizo con él, de querer perpetuar una dinastía. Con el correr de los años los dos llegaron a ser esposos de Julia.

      Tras la cuadriga de Octavio caminaban las instituciones del Estado, encabezadas por los Magistrados, los miembros del Senado, los Colegios sacerdotales y las victimas sacrifícales, novillos blancos, antecediendo a los prisioneros de guerra, que se convertirían en esclavos.

     Después venían los numerosos músicos, bailarines y actores representando escenas de las campañas que animaban el desfile.   Cerraba la procesión una parte del ejército que como era obligado había permanecido en el Campo de Marte desde su regreso a la ciudad, a la espera del desfile, sin poder traspasar las Murallas Servianas. Éstas exhibían con orgullo las águilas, los estandartes más sagrados de las legiones.

Vibraban las calles de alegría y de aplausos:

− ¡Los dioses están de parte de Augusto, y el destino marca que Roma alcanzará una gloria duradera!

    ¿Cómo se sentía Julia, una niña tan sensible e impresionable? ¿Como describirlo? Todos los grandes espíritus han conocido y sentido perfectamente el problema: con la grandiosidad del momento viene inmediatamente su miserable marchitarse.  Es imposible corresponder a una elevada sublimidad del sentimiento de otro modo que con la cárcel de lo cotidiano.

     El desfile   finalmente llegó al Foro Romano y después al Templo de Júpiter Capitolino, a los pies de cuya escalinata solo quedaban los miembros del Senado, los sacerdotes y Octavio que ascendieron hasta el templo para sacrificar los bueyes blancos adornados con guirnaldas y flores. En este momento también se encarcelaba a los prisioneros condenados a muerte. Sin embargo, Octavio cogiendo de la mano a los hijos de Marco Antonio y Cleopatra se los entregó a Octavia, su hermana.

     Después de aquel glorioso desfile se celebraron durante  días juegos en el anfiteatro y banquetes para todos, costeados por el triunfador para una multitud que no había parado de vitorear y aclamar a sus héroes militares durante toda la procesión.

    Entonces Julia amaba a su padre sobre todas las cosas. Aunque después, con la perspectiva de los años,  lo viese  de forma distinta. La desilusión respecto al amor ideal porque es inalcanzable, se convierte, al enfrentarlo con la realidad, en desilusión de la vida misma, puesto que el amor promete una felicidad que la vida se muestra radicalmente incapaz de llevar a efecto. Jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desesperadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado o su amor.


[1] 27 aC

[2] Mira hacia atrás y recuerda que sólo eres un hombre.

[3] No pongo límites de cosas ni de tiempos: yo les he dado un dominio sin fin.

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